Si algo caracteriza al ser humano,
además de su prodigiosa y sorprendente inteligencia, es la brutalidad y violencia
desmedida que en él puede llegar a desatar la vehemencia sin control en la
defensa y/o combate de determinados criterios, ideas, conceptos y creencias.
Defensa y combate con registros
indelebles e imperecederos en la memoria histórica, evolución y existencia.
Cicatrices que, cronológicamente, han venido coincidiendo bien con el devenir
de un ritmo expansionista, opresor y colonizador, bien con la decadencia y
resquebrajamiento de los pilares de sustento social.
Así, la vieja Europa, tras siglos de
esplendor y brillo, de crecimiento y enriquecimiento, fue testigo de cómo se
desmoronaban, deslucían y desaparecían las conquistas del pensamiento en su
sentido más extenso.
Tras las brumas de la Edad Media, se
desintegraron y desvanecieron durante diez largos siglos las sabias palabras y logros
intelectuales de los clásicos; y en el nombre de Dios y de lo más sagrado, la
Guerra Santa de los reinos cristianos y el combate y muerte al hereje o
sospechoso de herejía (brujería), instauró un largo ciclo de oscurantismo,
temor, terror, sospecha, recelo, conspiración, ignorancia, decadencia, sumisión
y regresión evolutiva.
Los brillos y las luces se apagaron de
golpe; el tiempo se detuvo bajo espesas tinieblas… y fue así como se produjo el
retorno del ser humano a la caverna (interesante repasar el libro séptimo de la
República de Platón).
Con aberrantes e inimaginables
personajes como Torquemada, que sin piedad ni mayor contemplación, sin
temblarle el pulso o la voz, te enviaba a la primera de cambio a la mismísima
hoguera, Europa hubo de aguardar con paciencia el resurgir de las ideas y del
pensamiento, de las ciencias y las letras.
Que se lo pregunten si no a Galileo
(¡¡válgame el cielo!!) que por sostener la teoría del heliocentrismo, fue
condenado a prisión de por vida (pena conmutada por la de “residencia de por
vida” por Urbano VIII), obligado a abjurar, y prohibidos sus libros; Galileo,
considerado hoy como el padre de la astronomía, la física y la ciencia, también
vivió en sus carnes la fanática interpretación de las Sagradas Escrituras.
Así, en paralelo a lo acontecido en la
vieja Europa, también al que en su día fue un gran imperio, el Imperio Islámico,
le llegó su particular Medievo, que aún hoy se retuerce, revuelve y recrudece,
en su obstinado empeño de alimentarse del temor que genera el continuado
ejercicio de la represión y la violencia.
Un pueblo sabio y pacífico que tanto
aportó y compartió con otras culturas, que tanto asimiló e incorporó a la suya
propia; un pueblo que en sus escritos sagrados contempla la solidaridad
(limosna), la espiritualidad (el Corán aconseja gozar moderadamente de la
existencia y se complace en promover el amor a la vida y a este mundo), y que
como la Europa medieval, ve cómo se altera, adapta y transforma su tradición y
costumbre, su religión y creencia, para ejercitar (en el nombre de Alá) toda
suerte de actos sangrientos, brutales, irracionales e incomprensibles.
Y es que no soy capaz de digerir y
entender cómo se puede llegar al extremo de arrancarse de cuajo cerebro y
corazón.
Estas posturas irracionales y carentes
de lógica, superadas ideológicamente las ancestrales trabas de la barbarie y la
ignorancia, de los miedos, de la injusticia y desigualdad, resultan difíciles
de comprender, de asimilar. De alguna manera ofenden y atentan contra la
inteligencia, por lo que hay en ellas de patología, tara e incongruencia.
¿Cómo es posible arrebatarse hasta la locura por una opinión divergente, por una viñeta en un semanario, por una visión diferente?; ¿en qué cabeza cabe un Dios tan inseguro y sensible a la “ofensa”, tan despiadado e injusto para con sus propios fieles?.
Me asombra, sin embargo, la capacidad y
poder que de lejos han venido demostrando los movimientos sectarios sobre sus
adeptos y subyugados seguidores. Ese sometimiento y “embrujo” incondicional
“contra natura”, que sugestiona, “abduce” y convence a cientos y miles de seres
humanos.
Pero al igual que nos sorprende el
“síndrome de Estocolmo”, o la mujer apaleada que cree que la culpa es suya, éstos últimos terroristas islámicos vienen a avalar, con sus grotescos
asesinatos, lo mucho que de misterio hay en la mente humana. Mentes que, bajo
determinadas circunstancias que sospecho mucho tienen que
ver con la autoestima del individuo y su “formación”, pueden llegar a verse no
sólo manipuladas, sino también anuladas y conducidas a su propia destrucción
fanática. Ellos son los Torquemada del siglo XXI, y su arma, en el nombre de
Alá, no es la palabra… son las balas del A.K 47, al que al fin y al cabo,
encomiendan en verdad su alma.
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