“Desarrollados, seleccionados y criados a
partir de las razas autóctonas de la península ibérica, con objeto de perpetuar
y potenciar determinadas características físicas y temperamentales, los toros de lidia o toros
bravos, son fundamentalmente animales gregarios, que encuentran seguridad,
sentido y cobijo en el seno de la manada.” (Wikipedia)
Gritos, aplausos,
vítores y pitos; pañuelos, sangre y sudor. La
algarabía resuena con estruendo en mitad de la plaza; y en mitad
de la plaza, terriblemente solo,
se encuentra el toro;
Bello, potente, imponente y recio en su estampa… parece, sin embargo, menguar
en su terror, en su inminente realidad que nada bueno aguarda. Confuso,
aturdido, asustado; agotado, sediento, mermado…
Las náuseas y el vértigo se mezclan y confunden con el profundo silencio del alma, que anhela
regresar a la dehesa, y sentir otra vez esa brisa sobre la verde pradera, y saberse de nuevo acompañado,
miembro otra vez de la ausente manada.
Pronto descubre que no puede
escapar; no puede gritar, llorar, implorar. Tan sólo, acaso, tratar de defender
la vida (el don más preciado), con todo el coraje, la valentía y la casta
que la naturaleza le ha otorgado.
Siente el corazón atropellado agitarse en el pecho, y el horror del más
intenso de los miedos aferrado a los “febriles” ojos. El
lomo empapado en sangre y sudor. Le duele todo, le duele el toro que lleva
dentro…
Y
así, malherido, el toro se apaga, el toro se acaba en una
última mirada… perdida ya, desvaída, tras una macabra, incomprensible e
interminable danza.
La multitud se antoja masa desprovista de ser, de esencia.
Aterra en su visceralidad cruel, en su deleite y connivencia, en su horrible e
indigno placer, mientras la inocencia y la nobleza se desangran en la arena de
la plaza. ¿Por qué?.
Invento
razones que me permitan defender la validez de “La Fiesta”; se me atragantan,
sin embargo, los regueros de sangre que recorren su espalda; se me atragantan
las banderillas, el capote y la espada.
Y aunque quisiera tildar de artista
y valiente al torero, en él sólo veo el rostro de un sádico inconsciente, las
manos de un “carnicero” sin compasión, y el alma de un asesino “a sueldo”.
Los toreros, ¡¡ay!! …
que a
tantos Santos y Vírgenes se encomiendan, muy ceremoniosos ellos... Fetichistas y
ritualistas hasta la médula, minutos antes de “la contienda”, oran con
fervor ante sus abigarrados altares… Pues no es muy cristiano, no, recrearse
en el dolor y tortura de cualquier criatura. ¡¡Espantadas han de estar las
misericordiosas Vírgenes!!...
que
como madres, sin embargo, seguro se acuerdan de las pobres madres de los
“maestros” (de la barbarie), que aprietan dientes y cierran ojos cuando el
astado roza el muslo, pecho o cara del insensato, descerebrado y desalmado de
su hijo… que se gana la vida matando.
“(…) Cuentan algunos escritos de su
época que, estando una vez gravemente enfermo San Nicolás de Tolentino (1245-1305), fue obsequiado con un par de perdices cocinadas para revigorizar su
precaria salud. Pero como él nunca comía carne, las rechazó. No obstante, sintiendo
lástima por esos dos animalillos que habían sido sacrificados para
ayudarle a recuperar la salud, sintió el impulso de bendecirlos. Las
perdices recobraron inmediatamente la vida, saliendo volando por la ventana
ante la atónita mirada de aquellos que le atendían (…). (Entre el cielo y la
tierra, María Vallejo-Nágera).
La Fiesta, el Matador, el toro de lidia; crimen, verdugo y
víctima. Macabro espectáculo que va
más allá del horror inherente a cualquier ejecución, para recrearse en la
tortura que habrá de acompañar al animal hasta el momento de la estocada final.
La
matanza se viste de arte, mientras la sociedad partidaria justifica lo
injustificable de una vil profesión, de una sádica afición…
Y es que desde mi “mente
obtusa”, no alcanzo a entender el atractivo y divertimento de lo que se empeñan
en llamar fiesta. Desde lo tibio y tierno del alma, se me doblan las piernas y
se me eriza la entraña… No, yo no puedo acudir a esas fiestas, va más allá de mi
condición de animal, de mi ética y sensibilidad.
Tengo
amigos, familiares, conocidos, maestros y compañeros de profesión, que viven
con fervor casi místico el “espectáculo taurino”, y soy consciente también del
potencial económico que mueve y remueve… ambas certezas me preocupan, me
entristecen.
Ya
sabemos que estos concretos ejemplares, estas castas, han sido especialmente
seleccionadas y desarrolladas
a lo largo de los siglos para conservar y potenciar ciertos rasgos como la
bravura, la acometida, o la sensacional cornamenta, a favor del espectáculo
taurino, pero creo que no es razón suficiente para tratar de avalar la pervivencia de
una práctica “lúdica” en la que ha de perder la vida un animal. Atenta contra la
inteligencia. Lo mismo sostengo
para los que de algún modo fomentan o participan en peleas de perros, de
gallos; para los que disfrutan arrancando la cabeza a un ganso, o colocando
bolas de fuego en los cuernos de otro pobre toro, a cuento de las fiestas de su
pueblo.
Soy incapaz de ponerme en el lugar del torero, pero sí soy capaz
de empatizar con el toro, de ponerme en su lugar… y en verdad creo que pocas
muertes hay tan trágicas, dramáticas y desprovistas de sentido; tan cargadas de
espanto y de dolor.
¡¡Va por ellos, los
toros… los que exhiben su belleza singular recorriendo libres las dehesas, y
por los que lamentablemente se dejan la piel y la vida en la plaza, en la
arena…!!
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