miércoles, 3 de diciembre de 2014

El toro de lidia, "pormenores" de una sádica matanza.

               

             “Desarrollados, seleccionados y criados a partir de las razas autóctonas de la península ibérica, con objeto de perpetuar y potenciar determinadas características físicas y temperamentales, los toros de lidia o toros bravos, son fundamentalmente animales gregarios, que encuentran seguridad, sentido y cobijo en el seno de la manada.” (Wikipedia)


                Gritos, aplausos, vítores y pitos; pañuelos, sangre y sudor. La algarabía resuena con estruendo en mitad de la plaza; y en mitad de la plaza, terriblemente solo, se encuentra el toro; Bello, potente, imponente y recio en su estampa… parece, sin embargo, menguar en su terror, en su inminente realidad que nada bueno aguarda. Confuso, aturdido, asustado; agotado, sediento, mermado…
            Las náuseas y el vértigo se mezclan y confunden con el profundo silencio del alma, que anhela regresar a la dehesa, y sentir otra vez esa brisa sobre la verde pradera, y saberse de nuevo acompañado, miembro otra vez de la ausente manada.

Pronto descubre que no puede escapar; no puede gritar, llorar, implorar. Tan sólo, acaso, tratar de defender la vida (el don más preciado), con todo el coraje, la valentía y la casta que la naturaleza le ha otorgado.
            Siente el corazón atropellado agitarse en el pecho, y el horror del más intenso de los miedos aferrado a los “febriles” ojos. El lomo empapado en sangre y sudor. Le duele todo, le duele el toro que lleva dentro…
Y así, malherido, el toro se apaga, el toro se acaba en una última mirada… perdida ya, desvaída, tras una macabra, incomprensible e interminable danza.

            La multitud se antoja masa desprovista de ser, de esencia. Aterra en su visceralidad cruel, en su deleite y connivencia, en su horrible e indigno placer, mientras la inocencia y la nobleza se desangran en la arena de la plaza. ¿Por qué?.



            Invento razones que me permitan defender la validez de “La Fiesta”; se me atragantan, sin embargo, los regueros de sangre que recorren su espalda; se me atragantan las banderillas, el capote y la espada.

            Y aunque quisiera tildar de artista y valiente al torero, en él sólo veo el rostro de un sádico inconsciente, las manos de un “carnicero” sin compasión, y el alma de un asesino “a sueldo”. 
Los toreros, ¡¡ay!! … que a tantos Santos y Vírgenes se encomiendan, muy ceremoniosos ellos... Fetichistas y ritualistas hasta la médula, minutos antes de “la contienda”, oran con fervor ante sus abigarrados altares… Pues no es muy cristiano, no, recrearse en el dolor y tortura de cualquier criatura. ¡¡Espantadas han de estar las misericordiosas Vírgenes!!... que como madres, sin embargo, seguro se acuerdan de las pobres madres de los “maestros” (de la barbarie), que aprietan dientes y cierran ojos cuando el astado roza el muslo, pecho o cara del insensato, descerebrado y desalmado de su hijo… que se gana la vida matando.

“(…) Cuentan algunos escritos de su época que, estando una vez gravemente enfermo San Nicolás de Tolentino (1245-1305), fue obsequiado con un par de perdices cocinadas para revigorizar su precaria salud. Pero como él nunca comía carne, las rechazó. No obstante, sintiendo lástima por esos dos animalillos que habían sido sacrificados para ayudarle a recuperar la salud, sintió el impulso de bendecirlos. Las perdices recobraron inmediatamente la vida, saliendo volando por la ventana ante la atónita mirada de aquellos que le atendían (…). (Entre el cielo y la tierra, María Vallejo-Nágera).


La Fiesta, el Matador, el toro de lidia; crimen, verdugo y víctima. Macabro espectáculo que va más allá del horror inherente a cualquier ejecución, para recrearse en la tortura que habrá de acompañar al animal hasta el momento de la estocada final.
            La matanza se viste de arte, mientras la sociedad partidaria justifica lo injustificable de una vil profesión, de una sádica afición…

Y es que desde mi “mente obtusa”, no alcanzo a entender el atractivo y divertimento de lo que se empeñan en llamar fiesta. Desde lo tibio y tierno del alma, se me doblan las piernas y se me eriza la entraña… No, yo no puedo acudir a esas fiestas, va más allá de mi condición de animal, de mi ética y sensibilidad.

 Tengo amigos, familiares, conocidos, maestros y compañeros de profesión, que viven con fervor casi místico el “espectáculo taurino”, y soy consciente también del potencial económico que mueve y remueve… ambas certezas me preocupan, me entristecen.

Ya sabemos que estos concretos ejemplares, estas castas, han sido especialmente seleccionadas y desarrolladas a lo largo de los siglos para conservar y potenciar ciertos rasgos como la bravura, la acometida, o la sensacional cornamenta, a favor del espectáculo taurino, pero creo que no es razón suficiente para tratar de avalar la pervivencia de una práctica “lúdica” en la que ha de perder la vida un animal. Atenta contra la inteligencia. Lo mismo sostengo para los que de algún modo fomentan o participan en peleas de perros, de gallos; para los que disfrutan arrancando la cabeza a un ganso, o colocando bolas de fuego en los cuernos de otro pobre toro, a cuento de las fiestas de su pueblo.

Soy incapaz de ponerme en el lugar del torero, pero sí soy capaz de empatizar con el toro, de ponerme en su lugar… y en verdad creo que pocas muertes hay tan trágicas, dramáticas y desprovistas de sentido; tan cargadas de espanto y de dolor.


¡¡Va por ellos, los toros… los que exhiben su belleza singular recorriendo libres las dehesas, y por los que lamentablemente se dejan la piel y la vida en la plaza, en la arena…!!

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