Nacimos en los setenta, crecimos
con los maestros Jedy, la abeja Maya y Mazinger Zeta; con las anécdotas de
nuestros abuelos en tiempos de guerra. Creíamos en Dios (o no), pero sí en los
Reyes Magos; en la moral, la conciencia y la ética. Saltábamos a la cuerda, nos
subíamos a los árboles, jugábamos al escondite y montábamos en bicicleta.
Nacimos en los setenta; aquellos
tiempos modernos de la Guerra Fría y el “telón de acero”, de la joven
democracia instaurada en España, y toda la magia que de ella se esperaba.
Nacimos en los setenta, cuando
todavía los colores no habían llegado a los televisores; mecidos como juncos
por la suave brisa de la libertad, del renacer, crecer, construir y volver a
brillar.
Hijos de los hijos de la
posguerra y de las cartillas de racionamiento, fuimos testigos de la difícil
convivencia de aquel pequeño establecimiento de época (ultramarinos,
encurtidos...), con los flamantes modelos importados, de dimensiones
“colosales”, que tanto entusiasmaron y cautivaron al inocente público de
aquella España que nos veía crecer.
Éramos los hijos de la libertad,
de unos padres que querían darnos eso, ¡¡libertad!!, y ver cumplidos en
nosotros muchos de sus sueños. Era el momento de las “vacas gordas” en tiempos
de paz, de “sueña lo que te atrevas a soñar”...
Y soñamos, sí... que
seríamos brillantes titulados
universitarios, con una labrada trayectoria profesional, en la que tenía
especial importancia la vertiente vocacional de la misma... y una vida aún más
dulce y placentera que la que estábamos
disfrutando. Queríamos hacerlo mejor, y para ello decidimos prepararnos y entregarnos a las fuentes del
conocimiento, de la sabiduría, de una educación y formación académica de “nivel
superior”.
Las palabras de “los clásicos” -
novelistas, poetas y filósofos - penetraron la tierna entraña, se aferraron a
lo hondo del alma, como puntas de flecha, como dagas, como garras; y en la
“arcilla gris” siempre sedienta, erigieron férreas fortalezas que custodiaron
sueños, ideales, las más nobles de las emociones, lo sublime del sentimiento,
los pensamientos más elevados...
Nacimos en los setenta; heavy,
pizza, rock and roll; drogas, discotecas, hamburguesa y botellón.
Nacimos en los setenta; rozamos o
pasamos ya nuestro cuarenta cumpleaños. Y si a la crisis de los cuarenta le
sumamos la crisis de los bolsillos, de los valores, del alma, del planeta y de
la esperanza, la suma se convierte en logaritmo, en indescifrable ecuación con
signo negativo.
Somos esos cuarentones que han de
retornar al nidal paterno, porque pese a sus titulaciones y experiencia,... hoy
por hoy... ¡¡ni para inflar globos, vaya!!.
Abatidos, confundidos, con el rabo entre las
piernas y las orejas gachas, hemos de digerir el duro golpe de los sueños
rotos; hemos de cuestionarnos de qué y para qué sirvieron tantos principios,
tantos sueños y proyectos; tanto tiempo y dinero invertido en tanto libro y
tanto estudio.
Si acaso todo fue tan sólo una
utopía, un espejismo, una farsa, una burla, una treta, un enredo y te
distraigo, un engaño... para arrojarnos y entregarnos, después, un mundo que se
resquebraja y retuerce en el absurdo, en la más hedionda y miserable falta de
escrúpulos, en esperpéntico carnaval de flagrantes sinvergüenzas, que se
disputan como hienas el control del sistema.
Lo bueno, lo noble, lo auténtico,
lo legal, lo justo, están en peligro de extinción. Vivimos en el veneno del
arte de “saber proyectar una imagen”...
Nacimos en los setenta; aquellos
años que prometían ser maravillosos, y que han dejado, sin embargo, profundas y
tristes secuelas; ejércitos de siervos de las drogas; vicio, corrupción,
prostitución; hambruna, desertización; millones de alienados y abducidos
deambulando por la red; manadas de mujeres maltratadas que se lamen las heridas
en sus tristes guaridas.
Desencantados, desanimados,
príncipes jamás coronados, nos arrastramos como fantasmas por un mundo que ya
no nos gusta tanto, que se deteriora y arruga como nosotros, y que como
nosotros se intoxica y ahoga en este ahora frustrante en que contempla en el
espejo los añicos de una vida rota.
Nacimos en los setenta; somos la
generación que no tuvo hijos porque no pudo mantenerlos, o por “el no tengo
tiempo para contarte un cuento, prepararte el desayuno, o jugar un momento...”
Y tal vez, también, ahora...
desde lo amargo, desde lo ácido y trágico, por no tener la certeza de poder
entregarles un MUNDO MEJOR.