jueves, 6 de noviembre de 2014

La generación de los sueños rotos

Nacimos en los setenta, crecimos con los maestros Jedy, la abeja Maya y Mazinger Zeta; con las anécdotas de nuestros abuelos en tiempos de guerra. Creíamos en Dios (o no), pero sí en los Reyes Magos; en la moral, la conciencia y la ética. Saltábamos a la cuerda, nos subíamos a los árboles, jugábamos al escondite y montábamos en bicicleta.

Nacimos en los setenta; aquellos tiempos modernos de la Guerra Fría y el “telón de acero”, de la joven democracia instaurada en España, y toda la magia que de ella se esperaba.

Nacimos en los setenta, cuando todavía los colores no habían llegado a los televisores; mecidos como juncos por la suave brisa de la libertad, del renacer, crecer, construir y volver a brillar.
Hijos de los hijos de la posguerra y de las cartillas de racionamiento, fuimos testigos de la difícil convivencia de aquel pequeño establecimiento de época (ultramarinos, encurtidos...), con los flamantes modelos importados, de dimensiones “colosales”, que tanto entusiasmaron y cautivaron al inocente público de aquella España que nos veía crecer.

Éramos los hijos de la libertad, de unos padres que querían darnos eso, ¡¡libertad!!, y ver cumplidos en nosotros muchos de sus sueños. Era el momento de las “vacas gordas” en tiempos de paz, de “sueña lo que te atrevas a soñar”...
Y soñamos, sí... que seríamos  brillantes titulados universitarios, con una labrada trayectoria profesional, en la que tenía especial importancia la vertiente vocacional de la misma... y una vida aún más dulce  y placentera que la que estábamos disfrutando. Queríamos hacerlo mejor, y para ello decidimos  prepararnos y entregarnos a las fuentes del conocimiento, de la sabiduría, de una educación y formación académica de “nivel superior”.


        Las palabras de “los clásicos” - novelistas, poetas y filósofos - penetraron la tierna entraña, se aferraron a lo hondo del alma, como puntas de flecha, como dagas, como garras; y en la “arcilla gris” siempre sedienta, erigieron férreas fortalezas que custodiaron sueños, ideales, las más nobles de las emociones, lo sublime del sentimiento, los pensamientos más elevados...

Nacimos en los setenta; heavy, pizza, rock and roll; drogas, discotecas, hamburguesa y botellón.

Nacimos en los setenta; rozamos o pasamos ya nuestro cuarenta cumpleaños. Y si a la crisis de los cuarenta le sumamos la crisis de los bolsillos, de los valores, del alma, del planeta y de la esperanza, la suma se convierte en logaritmo, en indescifrable ecuación con signo negativo.
Somos esos cuarentones que han de retornar al nidal paterno, porque pese a sus titulaciones y experiencia,... hoy por hoy... ¡¡ni para inflar globos, vaya!!.
 Abatidos, confundidos, con el rabo entre las piernas y las orejas gachas, hemos de digerir el duro golpe de los sueños rotos; hemos de cuestionarnos de qué y para qué sirvieron tantos principios, tantos sueños y proyectos; tanto tiempo y dinero invertido en tanto libro y tanto estudio.
Si acaso todo fue tan sólo una utopía, un espejismo, una farsa, una burla, una treta, un enredo y te distraigo, un engaño... para arrojarnos y entregarnos, después, un mundo que se resquebraja y retuerce en el absurdo, en la más hedionda y miserable falta de escrúpulos, en esperpéntico carnaval de flagrantes sinvergüenzas, que se disputan como hienas el control del sistema.
Lo bueno, lo noble, lo auténtico, lo legal, lo justo, están en peligro de extinción. Vivimos en el veneno del arte de “saber proyectar una imagen”... 

Nacimos en los setenta; aquellos años que prometían ser maravillosos, y que han dejado, sin embargo, profundas y tristes secuelas; ejércitos de siervos de las drogas; vicio, corrupción, prostitución; hambruna, desertización; millones de alienados y abducidos deambulando por la red; manadas de mujeres maltratadas que se lamen las heridas en sus tristes guaridas.
         Desencantados, desanimados, príncipes jamás coronados, nos arrastramos como fantasmas por un mundo que ya no nos gusta tanto, que se deteriora y arruga como nosotros, y que como nosotros se intoxica y ahoga en este ahora frustrante en que contempla en el espejo los añicos de una vida rota.

Nacimos en los setenta; somos la generación que no tuvo hijos porque no pudo mantenerlos, o por “el no tengo tiempo para contarte un cuento, prepararte el desayuno, o jugar un momento...”


Y tal vez, también, ahora... desde lo amargo, desde lo ácido y trágico, por no tener la certeza de poder entregarles un MUNDO MEJOR.